martes, 8 de septiembre de 2009

II


Cuando el ascensor para en el sexto, ya sabe qué aroma va a flotar hasta su nariz: vainilla. Dulce, muy dulce. Pegajoso. Se introduce debajo de su piel, se cuela en sus rizos, se adhiere a su paladar como un postre demasiado empalagoso. No se podrá despegar de ese maldito olor en toda la tarde.

Y después de su olor, llega ella. No puede tener más de treinta años, pero es la típica vecina cotilla que le pellizca la mejilla y comenta "Qué alta estás", aunque se hayan visto el día anterior...

- Hola, guapa -dice nada más entrar, llenando el pequeño espacio con el tintineo de sus enormes pendientes y dándole un golpe con el bolso, quiere creer que sin querer.

- Buenos días -contesta ella, maldiciendo su buena educación.

- ¡Uy, pero qué alta estás! -por supuesto, no podía faltar- ¿Cuántos años tienes ya?

- Dieciséis -contesta, pensando que el ascensor nunca va lo suficientemente rápido.

- Madre mía, madre mía, cómo pasa el tiempo -exclama ella.

Las puertas se abren. Suspira; por fin. La vecina sale, agitando sus rizos rubios.

Ella se queda unos momentos más en el ascensor, reuniendo fuerzas. No sabe si será capaz de soportar el día. No sabe si, después de aquella muestra de cruda realidad, podrá afrontar el resto.

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