lunes, 7 de junio de 2010

XXXVII


Sale de casa con una pila de discos en la mano. Quiere enseñarle lo último que ha comprado a Miriam, a ver si se le quita esa cara de ajo que no consigue esconder desde que se fue el capullito de alelí.

Tintintin.

El ascensor no está tan vacío como ella pensaba. Viene del séptimo, cómo no. Parece que no hay otro piso en el maldito edificio.

-Hola -saluda él, sonriente, amable. Qué agradable es todo. Claro, él no sabe lo que dejó atrás hace un mes.

-Dani, ¿verdad? -asiente- Yo soy Rocío, encantada.

-Lo mismo digo... ¿Bajas?

-No, de hecho iba a ver a Miriam. Últimamente ha estado un poco desanimada, ¿sabes? -él parpadea, confuso. No la ha visto venir, como todo el mundo- Sí, es que se ha estado sintiendo un poco abandonada, no sé por qué... Voy a serte sincera. Ella y tú tenéis algo, algo raro, bastante bonito por lo que me ha contado. Y me ha contado bastante, qué quieres que te diga. No tiene derecho a reprocharte nada, o eso cree ella, pero a mí me parece que sí tiene derecho a, por lo menos, no hablarte en otro mes.

-No sé de qué me estás hablando...

-Mira, Dani, sé que no soy nadie para meterme en esta cosa extraña que hay entre vosotros dos. Pero he visto pocas maneras más eficaces de destrozar a alguien que lo que tú has hecho. Así que piénsatelo.

- ¿Pensar el qué?

-Ya sé que dicen que el amor no tiene edad, pero tú sí que la tienes. Puede que Miriam no se esté dando cuenta, pero tú y yo sabemos que estás jugando. Así que deja de marearla, decídete, y lánzate. O no, pero deja de hacer daño.

Y, sin dar lugar a réplica, cierra la puerta. No tiene derecho a ser paladín ni defensora de su amiga, pero lo ha hecho.

Y a lo hecho, pecho.