lunes, 9 de agosto de 2010

XLV



Se monta en el ascensor sin esperanza de verle. Hace días que los viajes arriba y abajo del edificio resultan muy aburridos. Debe estar todo el mundo de vacaciones.

Tintintin.

Quinto piso.

A lo mejor no todo el mundo está fuera...

-Ana, tranquilízate, hija, por favor.

-Déjame, mamá.

-Ay... Hola, nena -sonríe a Miriam, viéndola por primera vez - ¿Qué tal?

-Bien, aquí... ¿Bajáis?

-Sí.

-No. Baja tú, nena, nosotras vamos a quedarnos en casa.

- ¡No me quedo! ¡No me da la gana! He sido un perro viejo, peregrina, amada, amante, un ángel, un demonio... Lo he sido todo, mamá. He muerto cada día de mi vida, y he resucitado. ¿Cuánto más necesito para ser Dios? ¿Cuánto más necesito convencer?

-Ana, por favor... -el cansancio se le escapa en una lágrima ante el ataque de su hija- ¿De qué canción has sacado eso?

- ¡De ninguna! Yo soy música. No necesito sacarlo de ninguna parte.

-Ana. Se acabó.

La coge del brazo, con fuerza, aunque sin brusquedad, y la arranca de la puerta del ascensor.

Y Miriam baja sola a la calle, vacía de acordes y llena de preguntas.